Cuando Pedro Sánchez compareció el pasado 8 de septiembre para anunciar un paquete de medidas contra Israel, lo hizo con contundencia y solemnidad. Se habló de embargo de armas, de impedir el tránsito de buques y aeronaves con material militar, de vetar la entrada a responsables de violaciones de derechos humanos e incluso de frenar la importación de productos procedentes de asentamientos ilegales. Sobre el papel, un plan firme y cargado de gestos simbólicos y prácticos.
Sin embargo, la realidad es que, transcurridos varios Consejos de Ministros, gran parte de esas medidas siguen sin aprobarse formalmente. El embargo de armas, que Sánchez presentó como inminente, aún espera un decreto que lo convierta en norma vinculante. Lo mismo ocurre con la prohibición al tránsito marítimo y aéreo de material militar, o con las limitaciones a los servicios consulares en los asentamientos.
Desde el propio Gobierno se argumenta que la complejidad técnica y jurídica requiere tiempo: coordinar ministerios, asegurar la viabilidad legal y encajar cada medida en el marco europeo no es sencillo. Sin embargo, para sus socios de coalición, especialmente Sumar, el retraso es difícil de justificar y suena más a falta de voluntad que a exceso de burocracia.
Mientras tanto, lo que sí se ha puesto en marcha son decisiones de menor calado político: el veto a la entrada de los ministros ultraderechistas israelíes Itamar Ben-Gvir y Bezalel Smotrich, y el refuerzo de la ayuda humanitaria a Palestina. Acciones importantes, sin duda, pero lejos del alcance del paquete de nueve medidas con el que Sánchez quiso marcar una posición internacional.
La cuestión que queda en el aire es evidente: ¿estamos ante un verdadero cambio en la política exterior española hacia Israel, o simplemente ante un anuncio de impacto que no termina de materializarse? El tiempo dirá, pero hoy, más de una semana después, lo que se ve es un Gobierno que aún no ha convertido sus palabras en hechos.